La tía Jili había muerto. Estaba dura. En su cama. Con los ojos en blanco. Eran las nueve y cuarto de la mañana.
"¿Qué hacemos?", le pregunté a Anita, mi hermana.
"Comámosla", sugirió.
Yo comencé por las piernas. Mi hermanita por la cabeza y el cuello.
Esa noche no necesitamos cenar.
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