Se sentía atraída por su mirada. Había maldad. Horror.
Vivían en un cementerio de ausencias familiares. Entre tumbas de cristal y duendes de barro.
Les gustaba mentirse. Hablar groseramente. Utilizar palabras prohibidas por los académicos.
Era un juego de seducción. Pero también de muerte. Y mucha miseria. Muchísima.
Tenían 18 años. Una de champignon con queso y otra de jerez. Empanadas recién salidas del horno. Las esperaba una ciudad que mutaba entre el capitalismo y el socialismo. Con millones de habitantes.
El hambre no se hizo esperar. Se les presentó como llagas en las manos, en los labios.
Los demás se les apartaban. Ellas daban asco.
–Lo nuestro es la simpática pobreza –dijo la de jerez, lamiendo tenazmente la espalda de su pareja.
Las nubes gritaban. Los automóviles robaban la salud del mundo. El futuro parecía una mentira sensual. Pero inaccesible, como toda modelo de portada de revista semanal.
Eran amantes. Aguardaban la muerte. Tenían 18 años y muchas expectativas de rozar con lo anormal.
Pernoctaban en callejuelas. Cada noche rezaban al vacío. Al Dios de la Nada.
Quisieron ayudarlas. Otras que no eran como ellas.
–Somos pobres simpáticas –susurró la de champignon con queso, levantándose la camiseta y exhibiendo sus senos.
Esos otros abusaban de ella.
–Me siento viva –decía, cerrando sus ojos de un azul intenso.
Era un arrebato. Un manotón de ahogado. En piscina de oro. Todos pasaban al lado de ellas, las jóvenes de 18 años y a la vez ancianas de 18 años.
Morían los minutos dentro de los relojes. A veces demasiado angostos.
–Me voy a reír –le dijo la de jerez, abrazándola.
–Yo también.
Rieron durante años. Sus voces quedaron clavadas en los muros. Los que nadie prefería ver.
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